Texto Valentín Sanchéz 2018- "Lo fascinante de la vida"

Lo fascinante de la vida

Estaba disfrutando mucho de aquella fiesta. Acababa de cumplir los 18 y el simple hecho de estar allí, disfrutando con todos mis amigos, me hacía feliz. La noche empezaba a caer y el alcohol comenzaba a hacer sus efectos. Todos estábamos bebiendo grandes cantidades, sin percatarnos siquiera. Pero, ¿qué más da?, pensé. Éramos jóvenes y estábamos pasando un buen rato, no pasaba nada si nos pasábamos un poco un día. Es lo normal.
            Cuando dieron las 2, todos decidimos ir a una discoteca muy famosa. Estaba a unos 10 minutos en coche. Álex ya tenía el carnet, y Sergio estaba yendo a la autoescuela conmigo. En pocos meses nosotros también podríamos conducir.
A pesar de que Álex estaba un “poco” borracho, nos montamos en el coche. Era un trayecto corto, no podría pasar nada, y además, a esas horas la policía todavía no estaba posicionada para parar vehículos y no solían hacer controles de alcoholemia.  Álex se sentó y se ató el cinturón de seguridad. Yo seguí su ejemplo, pero Marcos, Lucía y Sergio, que estaban en los asientos traseros hicieron caso omiso y se pusieron a cantar a gritos la canción que sonaba en la radio.
           Álex arrancó, e iba despacio, sabía que no estaba bien conducir borracho, pero era mi cumpleaños, y esos riesgos se toman por los amigos. Estábamos ya a mitad del recorrido cuando Sergio empezó a tener náuseas. Lucía levantó los pies y puso cara de asco y horror. Sergio iba a vomitar, y al final acabó haciéndolo, manchando toda la tapicería nueva del coche. Álex se volvió de pronto para horrorizarse y quejarse sobre el vómito de su amigo. El coche empezaba a apestar y Álex seguía refunfuñando y regañando a Sergio. Yo me volví para abrir la ventanilla y para que entrara un poco de aire fresco cuando vi que el coche se estaba dirigiendo hacia la acera. Grité para que Álex girara el volante hacia la izquierda y volviera a la carretera, pero fue demasiado tarde. Se escuchó un golpe seco y el coche se paró de repente. Marcos se llevó las manos a la cara. Estaba sangrando y su nariz estaba en un ángulo que no era normal. Se la había roto. Lucía había conseguido poner las manos antes de llevarse el golpe en la cara, pero aun así estaba algo magullada. Sin embargo, Sergio, había salido disparado contra el cristal y a pesar de que no lo había roto entero, lo había fracturada y tenía una gran herida sangrante en la frente. Álex y yo nos habíamos salvado gracias al cinturón de seguridad. Lucía empezó a gritar y a llorar cuando se dio cuenta de que Sergio estaba inconsciente. Recuerdo que entre los gritos desesperados de la chica, el nerviosismo del conductor y el dolor que sentía Marcos, yo me fijé en la chica que estaba tendida en el suelo, semiinconsciente y susurrando lo que supongo que sería ayuda. Tenía los brazos llenos de arañazos y fue cuando me di cuenta de que el capó estaba hundido. Acabábamos de atropellarla. Sólo conseguí balbucir que teníamos que ayudarla, pero Álex arrancó el coche y se fue de allí corriendo, sin pensárselo dos veces. Después de varios minutos de shock, conseguí susurrar algo más fuerte: “Acabamos de atropellar a una chica. Tenemos que ayudarla”. Pero Álex me aseguró que ya no podíamos ayudarla, que estaba muerta. Que al que teníamos que ayudar era a nuestro amigo que se encontraba inconsciente en el asiento trasero.
Lucía había dejado de gritar y ahora solo sollozaba, acariciando la cara del chico que se encontraba a su lado. Yo me encontraba en el asiento, temblando, y en mi mente se reflejaba la imagen de la chica. Daba la sensación de que el coche había salido de la chatarrería, a pesar de que tenía unos meses, por el aspecto que tenía. Los focos delanteros estaban reventados, el capó hundido varios centímetros, el cristal fracturado, y además, como habíamos invadido la acera, unos postes habían arañado los laterales.
Álex entró con el coche al parking del hospital y nos ordenó a Lucía y a mí que entraramos a por una camilla para transportar a Sergio. Marcos seguía sosteniendo su nariz con una expresión de dolor. Cuando avisamos a los enfermeros de que teníamos un amigo inconsciente fuera y que necesitábamos una camilla, ellos mismos nos acompañaron y lo subieron en la camilla. Al volver, tanto Álex como el coche habían desaparecido. Otro auxiliar atendió a Marcos. Nos dijeron que esperáramos en la sala de espera.
Decidí que lo mejor sería no llamar a mis padres, les haría recordar la muerte de mi hermano José.  Cuando yo apenas tenía 10 años, recuerdo que mi hermano se pasaba todas las tardes a por mí al salir del colegio. Venía en su gran bicicleta amarillo limón y cuando estaba en la puerta hacía sonar aquel peculiar timbre que me hacía saber que era la hora de irse. Entonces yo corría hasta él, me cogía y me montaba en el sillín y yo me agarraba a él rodeándolo con los brazos. Pero un día, mi hermano no llegó, y el timbre que oí ese día no fue el de su bicicleta amarillo limón, sino el de una ambulancia. Cuando salimos a ver qué pasaba, encontré a mi hermano tirado en el asfalto, sangrando, con media cara destrozada por el golpe, y la bicicleta a varios metros de él. Estaba muerto. Recuerdo que grité tanto que mis cuerdas bucales estuvieron resentidas durante varias semanas. Supongo que con ese grito intentaba despertarlo de aquel letal sueño en el que había entrado. En mí cabía la esperanza de que se levantase un poco aturdido, cogiera la bicicleta y me llevara de vuelta a casa. Pero eso no volvió a pasar. Por ese motivo creí que sería cruel de mi parte hacer venir a mis padres, y que revivieran aquellos horribles momentos que pasaron en el hospital. Aún sabiendo que mi hermano estaba muerto, seguían con la esperanza de verlo de vuelta en su bicicleta camino a la escuela a recoger a su hermano pequeño.
Lucía me empezó a mirar, ella sabía en qué estaba pensando, y prefirió no decir nada para evitar cualquiera que pudiese haber sido mi reacción. En el fondo se lo agradecí.
Después de muchas horas de espera, un médico viene a pedirnos el teléfono de los padres de nuestro amigo. Lucía se lo dio y le preguntó qué le había ocurrido a Sergio. Este se piensa un segundo si responder o no y finalmente dice: “Vuestro amigo sigue en coma”. En ese momento el mundo se para, deja de girar para mí. “Va a morir”, dice mi cabeza a gritos, martilleándome fuertemente. “En unas horas vendrán para decirte que está muerto y será tu culpa”. “Empiezas bien los 18, has conseguido matar a dos personas”. “Es tu culpa”. No puedo escapar de mi propia cabeza y me dirijo corriendo al baño. Allí me aclaré un poco la cara y me miré al espejo. Estaba pálido como un cadáver.

A las semanas siguientes, Sergio siguió en coma, sin mejoras aparentes. Los demás decidimos volver al instituto como si nada hubiera pasado, pero tanto para el resto como para mí era imposible concentrarse en clases. Habíamos decidido no contar nada sobre aquella noche, y por ahora todos habíamos mantenido el secreto. Pero todo se volvió más duro cuando, a las pocas semanas del suceso empezó a circular una historia. Habían atropellado a una chica del instituto y estaba muy grave en el hospital. Se llamaba Alba, y era aquella chica, la que vi tendida en el suelo, ensangrentada y pidiendo ayuda. La que pensábamos que estaba muerta. Estuve meditando sobre qué hacer. Tenía una necesidad vital de hacer algo por ella. Creía que la podría ayudar después de haberle jodido la vida, pero estaba claro que no. Conocía a la chica de vista, estaba en mi clase de matemáticas, pero nunca había intercambiado palabra con ella.
A las dos semanas del accidente, la madre de Sergio nos llamó. Dijo que su hijo había despertado. Todos fuimos a verle al hospital, pero cuando su madre nos dejó entrar a verle, ya no era el Sergio que conocíamos. En aquella habitación de hospital había un joven postrado en una cama de sábanas blancas. Su madre nos dijo que había perdido la movilidad en el brazo derecho, que no escuchaba, no veía y apenas conseguía balbucir algunas palabras. Había sufrido un fuerte golpe y su cerebro había sido dañado gravemente. Al salir de la habitación, Álex dijo: “Ojalá se hubiera muerto. Así podríamos recordarlo como realmente era, y no en lo que se ha convertido ahora. Una carga para sus padres”. No puede evitar mirarlo con rabia y me alejé de ellos, enfurecido. Llegué al baño y volví a refrescarme la cara. Aquello parecía una pesadilla de la que nunca conseguiría despertar. Reprimí un grito mordiéndome el puño y lloré. Al salir, pasé por recepción y me paré. Me acerqué al chico que estaba sentado frente a un ordenador y le pregunté si podía darme el número de la habitación de Alba, le dije que era un amigo que venía a visitarla. El hombre me dió el número: el 115. No sabía que estaba haciendo, pero mis pies me dirigían hacia aquella habitación. Cuando estuve frente a la puerta, di unos golpecitos, a pesar de que estaba entreabierta. Su padre la abrió por completo y me preguntó si era amigo de Alba. Yo le contesté que era un compañero de clase y él me dejó pasar. Dijo que iría a la cafetería a por algo de merendar y se fue. Alba se quedó mirándome extrañada. La saludé con un movimiento de mano y me quedé en el umbral de la puerta. Al final conseguí decir que me había enterado en clase de lo que había ocurrido y quería ir, en nombre de todos, a ver como se encontraba. Ella se rió y me miró con furia. En ese momento pensé que me había reconocido, que sabía que yo la había obligado a vivir toda la vida apalancada en aquella silla. Pero no fue así. “Si has venido a averiguar qué me pasa para ir contandoselo a todos los del instituto, ya puedes marcharte. No me apetece hablar contigo.” Me volví hacia la puerta y agarré el pomo. Pero me frené y me volví hacia ella. “La realidad es que no he venido en nombre de la clase. He venido porque hace unos años, mi hermano pasó por lo mismo que tú. Pensé que te podría ayudar hablar con alguien que te pueda entender mínimamente.” Le dije. Estaba siendo cruel por mi parte, yo estaba allí, intentando consolarla y diciéndole que podría llegar a entenderla y sin embargo yo había sido él que la había dejado así. Ella, sin embargo, me miró y nos quedamos en silencio durante un rato. Después me dijo que me sentara en un sillón que había a la derecha de la cama, al lado de la silla de ruedas. Estuvimos hablando durante horas. Su padre tocó a la puerta, pero al ver que su hija estaba a gusto conmigo decidió irse y dejarnos hablando. Ella me contó que yo había sido el primero en ir a visitarla, que ninguna de sus amigas se había dignado a aparecer con la excusa de que tenían exámenes muy importantes. Cuando decidí preguntarle que recordaba del día del accidente ella se quedó en silencio lo que a mi me pareció una eternidad. Después empezó a hablar. Me dijo que había salido de casa de un chico con el que había tenido una cita. Estaba hablando con sus amigas por el móvil sobre cómo había ido y de pronto, vió como un coche rojo se acercaba hacia ella muy rápido, no le dio tiempo a reaccionar y se quedó quieta esperando a que aquel coche la atropellara. Después sólo recordaba pequeñas imágenes sueltas sin coherencia y por último despertar en el hospital y averiguar que la mitad de su cuerpo no funcionaba. Después de un silencio en el que no supe qué decir, ella decidió preguntarme algo. “¿Tu hermano salió ileso o tiene alguna discapacidad como la mía? Yo la miré y esbocé una sonrisa triste. Le dije que José había muerto en el acto. Ella se ruborizó por haber preguntado algo tan personal. Después de un rato le dije que tenía que volver a casa. “Puedes venir cuando quieras, si te apetece”, me dijo cuando yo me disponía a abrir la puerta. Me dí la vuelta y le dije que volvería.

A partir de ese día, iba a visitarla cada tarde. Ella me contaba sus cosas y yo le informaba de las cosas que ocurrían en el instituto. Los días iban pasando y cuánto mejor la conocía, peor me sentía. Era como conocer a alguien que no te conoce. Ella me trataría diferente si supiera que estaba en aquella silla de ruedas por mi culpa. Me odiaría. Y esa opción me resultaba más difícil que ocultar la verdad, porque la verdad es que le estaba cogiendo cariño. Al cabo de unas semanas le dieron el alta y volvió a casa. Un día, después de salir de su casa, mientras me dirigía a la mía, Álex me vió. Y vino corriendo hacía mí. Parecía alertado. “¿Se lo has contado?”, me preguntó exaltado. Le dije que no para tranquilizarlo, pero él no llegaba a entender que hacía entonces en su casa.
-Somos amigos- dije, como si ser amigo de la persona a la que has arruinado la vida fuera lo más normal del mundo.
Él no podía comprender mi comportamiento, dígase extraño, hacia ella. Nuestra misión trataba en no decir ni hacer nada que pudiera implicarnos en aquel caso, y yo estaba haciendo todo lo contrario. Me dijo que tenía que dejar de hablar con ella, alejarme. Y llevaba razón, la situación había alcanzado ciertos límites y no podía ir a más. Pero no sabía cómo hacerlo.
Los siguientes días me limite a no ir a su casa, a no escribirle ni a llamarla. Pero aunque lo intentara, no podía parar de pensar en ella, y la escena del accidente se repetía en mi cabeza a todas horas. Pensé que me estaba empezando a volver loco. Quería pagar por mis actos. Necesitaba un castigo para ser perdonado, pero sabía que ni por mil años de cárcel me sentiría mejor si ella no me daba su perdón.  Así que, decidí que lo mejor sería contárselo. Asumir que había cometido un delito y que ella merecía saber la verdad.
Al día siguiente recibí un mensaje de ella: “¿No vas a volver?”. Sabía que sí, pero tal vez hoy sería el último día. Cuando estuve frente a su portal, me tomé mi tiempo para llamar. Cuando lo hice, las palmas de mis manos sudaban y estaba muerto de miedo. ¿Cuál sería su reacción? Cómo cada día, su padre fue el que abrió la puerta y me acompañó hasta el cuarto de Alba. Una vez allí él se despidió y se fue. La salude con un pequeño gesto del brazo y me senté en la esquina de la cama más alejada que había de ella. Estuve un rato en silencio, pensando cómo decirlo, pero ella empezó a hablar de otras cosas y le seguí el tema. De pronto, le pregunté: ¿Quién crees que fue? Ella al principio me miró desconcertada, pero sabía perfectamente a qué me refería. Suspiró y después me miró. Me respondió que suponía que nunca lo sabría pero que probablemente fuera algún borracho o drogado que, una vez más, se había cargado la vida de una persona. Después ella me miró y me dijo: “Eso es lo fascinante de la vida, que puede cambiar en cualquier momento”.
La miré y entonces lo dije. “Fui yo”. Las palabras fluyeron de mi como si hubiera estado intentando contenerlas sin remedio. Ella me miró con el entrecejo fruncido y me dijo que no hiciera bromas con esas cosas, que no tenían ninguna gracia. Al ver que no decía nada y seguía mirando al suelo, sin decir nada, con los puños cerrados y los ojos cubiertos de lágrimas, supo que era la verdad. Me miró sin saber que decir y después de un momento que para mí pareció una eternidad, dictó su sentencia. “Vete de aquí, ahora”. Yo me levanté, sin poder mirarla, susurré un lo siento tan profundo y a la vez tan vacío, que me destruyó. Por mucho que lo sintiera no podía arreglar su vida. No volvería a andar nunca. Salí de su casa y corrí hacia la mía. Una vez allí, reprimí gritos de histeria contra la almohada, y lloré como nunca, esperando a que llegaran a arrestarme por conducción imprudente, y por ser cómplice del delito. Pero la espera fue interminable, y no llegó la policía, ni ese día, ni el día siguiente. Pensé que se estaba pensando como decirselo a sus padres, o que tal vez prefería esperar y pensar cómo decirlo. Pero al final de aquel día recibí un mensaje: “He decidido no avisar a la policía. Eso no significa que te haya perdonado, pero no quiero volver a verte nunca”. Aquello fue terrible. No podía seguir allí, fingiendo que todo estaba bien, salir impune de aquello.
Por eso, por egoísmo supongo, he decidido avisar yo mismo a las autoridades. Espero que lo acabes entendiendo algún día, Alba, pero necesito, debo, pagar por mis actos. No pasará un día de mi vida sin que lleve esa carga encima, pero busco un poco la redención en las consecuencias, y espero, que cuando decidas perdonarme, si alguna vez lo haces, me lo hagas saber.

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