En el armario solo se esconde la abuela de Caperucita Roja

5 de marzo de 1989. Ese fue el día más esperado en mi familia, y sobre todo, el más esperado por mi padre.
Tenía dos hijas, y estaba ansioso por conocer al nuevo varón que pasaría a formar de su familia. Creo que si pudiera recordar lo vivido en el útero de mi madre, rememoraría los gritos de júbilo que dio mi padre al enterarse de la noticia.
Mi padre, Manuel, es el entrenador de un equipo de fútbol infantil, y siempre había deseado que uno de sus hijos fuera el mejor jugador dentro del campo.
Ese que cuando pisa el césped brilla por su esplendor, el más rápido, el máximo goleador, el motivo por el que toda la grada se levanta. Pero sus sueños se vieron truncados por un hijo pésimo en ese deporte.
A los 3 años, mi padre me apuntó a mi primer equipo de fútbol. Lo único que recuerdo es que todos los niños correteaban detrás de una pelota como obsesos mientras yo lloraba en el suelo verde.
Con el paso de los años entendí que no podía hacer eso. Tenía que intentar superarme, tenía que intentarlo por mi padre. Pero mis esfuerzos fueron en vano. Todas las pelotas pasaban a lo largo y yo no era lo suficientemente veloz como para llegar hasta ella.
Además estaba tan delgado, que cuando iba a intentar robar el balón, con un simple empujón me apartaban y seguían.
Al ver que no disfrutaba con aquello, a los 8 años, le dije a mis padres que no me gustaba el fútbol. Mi padre al principio soltó una carcajada, pero mi madre lo miró seria y recuerdo perfectamente lo que le dijo: "Es tu hijo, empieza a entenderlo. Lleva años detrás de una pelota por ti, deja que empiece a vivir su vida, y que haga lo que le guste".
En ese entonces esas palabras no tenían mucho sentido para mi, pero ahora que las recuerdo, valoro muchísimo más a mi madre, por tener ese coraje y por haberme defendido siempre.
Mi padre no me valoraba mucho después de aquello. Finalmente deje de jugar al fútbol, y yo empecé a sentirme mejor, porque ya no sentía la presión de tener que jugar bien para que mi padre se sintiera orgulloso de mi.
Con 10 años empecé a interesarme en la moda. Me gustaba coger mi ropa y combinarla con distintos colores, pero siempre me llamaba más la atención la ropa de mis hermanas o de mi madre.
Un día, cuando estaba solo en casa, entré a la habitación de mi madre y cogí algunos vestidos y zapatos. Me los probé y me encantaba aquello, era tan divertido y diferente a la ropa de los demás niños. Pensé que creerían mis amigos si me vieran así. Probablemente se reirían. Ellos eran como papá, sólo pensaban en fútbol y en corretear. Me quité la ropa u la doblé lo mejor que pude, y después la volví a colocar en su lugar.
También me gustaba bailar. Ponía música en mi cuarto y bailaba sin parar, me lo pasaba genial inventado pasos de baile y dando vueltas alrededor de mi habitación sin ser visto por nadie real, pero en mi imaginación danzaba sobre un escenario delante de millones de personas. Seguro que la idea de ser bailarín tampoco le gustaba a mi padre.
Con 12 años, me di cuenta de que la mayoría de mis amigos eran chicas, y que me entendía mucho mejor con ellas que con ellos. Compartimos muchas más cosas en común y me lo pasaba mejor, porque ellas sabían hablar de más cosas a parte de fútbol y de chicas. A mi padre no le gustaba que mis amigas entraran a casa a jugar, prefería que viniera Álvaro o Daniel, mis mejores amigos.
Pero con el tiempo, Álvaro y Daniel se fueron alejando y no mantenía apenas relación con ellos.
A los 13, pasó algo con Pablo, un chico que odiaba, porque siempre que me veía me daba un codazo en las costillas. Estaba en el recreo con mis amigas, cuando se acercó a nosotros y empezó a gritar mientras cantaba: "Rodrigo marica, Rodrigo maricón, se junta con las niñas, parece mariposón". Todos los que estaban a nuestro alrededor empezaron a reír y a vitorear con él. Estaba pasándolo muy mal, probablemente estaría rojo como un tomate en aquellos momentos, y era porque tenía mucha vergüenza. Entonces me levanté y le di un puñetazo en la mandíbula. La verdad es que Pablo era mucho más fuerte que yo, y que puede que pegarle fuera un gran error, pero me sentí tan bien después de aquello, que había merecido la pena. Ese bienestar duró poco, puesto que yo recibí múltiples golpes posteriormente. Caí al suelo abatido y pude ver como algunos niños se acercaban a darme golpes, y los demás seguían gritando aquella horrible canción. Después de eso, sólo recuerdo como María fue corriendo a llamar a un maestro y como este me cogía y separaba a Pablo de mi.
Cuando desperté, vi que mamá estaba a mi lado sosteniendo mi mano. Había perdido el conocimiento. Tenía dos costillas rotas, un ojo morado y una fractura en la mano derecha, debido al golpe que le propiné a Pablo. Mamá y Papá me regañaron mucho. Pero por la noche, mi padre entró en mi habitación para decirme: "No ha estado bien pegar a Pablo, pero me gusta que te defiendas. Demuestra que no eres un marica como dice ese chaval. En esta casa no queremos maricas."
A los 14 estaba sentado en la mesa de la cocina, desayunando como todas las mañanas, junto a Rocío y Marina, mis hermanas. Estaban hablando del chico que le gustaba a Rocío.
Como vieron que estaba escuchando pararon de hablar, pero después Marina se animó a hacerme un interrogatorio. Después de las primeras preguntas Rocío también se animó y preguntaron entre las dos. Hacían todo tipo de preguntas, pero una de ellas, la que no pude responder fue: “¿Y a ti, Rodrigo, que niña te gusta?” Me quedé un poco parado, puesto que nunca me había gustado ninguna chica. Empecé a pensar en chicas guapas, pero todas ellas las consideraba buenas amigas, y ninguna me gustaba. Mis hermanas se cansaron de insistir puesto que no les contestaba, pero no podía responderles, porque no sabía la respuesta.
Después de esas preguntas  empecé a cuestionarme mis gustos hacia las chicas. Estuve mucho tiempo intentando mirarlas a todas fijándome bien en que me gustaba de ellas, a conocer a nuevas chicas, pero ninguna de ellas me atraía. Entonces me acordé de Pablo. ¿Y si ese idiota tenía razón? ¿Y sí en realidad a mi me gustaban los chicos? “¡Eso es imposible!” decía para mis adentros, pero dudé. Para salir de dudas, empecé a tener relaciones con chicas. Tuve un par de novias, pero a ninguna de ellas las veía como algo más que a unas amigas.
A los 16 empecé a informarme sobre la homosexualidad. ¿Qué es la homosexualidad?, los homosexuales a lo largo de la historia, la homosexualidad en la sociedad, la homosexualidad es el nombre de un pecado
Todos ellos me sirvieron bastante. Me ayudaron a darme cuenta de que yo era homosexual. Estuve sin salir de casa durante un año y medio, mis padres me llevaron a psicólogos, pero simplemente no me apetecía estar con nadie por miedo al rechazo. Finalmente empecé a ir de fiesta algunos sábados para no levantar sospechas, puesto que quedaba medio año para ir a la Universidad, y no quería que mamá se preocupara por mí.
Estuve escondiendo esto durante mucho tiempo. No se lo dije a nadie. Y mucho menos a mi familia.
Llegó la hora de ir a la Universidad. Tendría que mudarme a una gran ciudad, y allí todo sería diferente, o eso decían mis hermanas.
La verdad es que hay una gran variedad de personas en la capital.
Había gente muy feliz, muy triste, ricos, mendigos, solteros, casados, niños, ancianos; pero lo que más me gustó fue que también había gente como yo.
Un día en una plaza, conocí a Hugo. Ese chico me encantó desde que lo vi. Una persona muy risueña y abierta. Quedamos para vernos más veces, y cuanto más lo conocía más me gustaba.
Gracias a él decidí contarle mi condición a mi familia.
Me decidí a ello después de que llegaran a mí estas oportunas palabras:
“En el armario solo se esconde la abuela de Caperucita Roja”

Después de aquella conversación le hablé sobre mi familia, y le dije que había decidido contárselo todo, que había llegado la hora.  Él se ofreció a acompañarme, pero prefería hacerlo sólo. Tendría que sacar ese valor que nunca había tenido y salir de aquella crisálida que me protegía del exterior, de la sociedad y de mi padre. Pero por desgracia no me guardaba de mi mismo.
Un sábado por la noche reuní a mis padres y mis hermanas para darles la noticia. La verdad es que estaba un poco nervioso por  ellos, sobre todo por cómo iban a reaccionar y por el después de la verdad, pero tenía que hacerlo, estaba más seguro que nunca, y no quería que volviera a inundarme esa inseguridad que me había acompañado toda mi vida. Era hora de madurar.
“Tengo que daros una noticia”, les dije a todos, y dejaron de comer para mirarme. Mi pulso se aceleró, y gotas de sudor recorrían mi frente, pero lo dije.
“Soy homosexual”, dije en un susurro casi inteligible.
Papá dio un puñetazo a la mesa y yo cerré los ojos aterrado. Marina se levantó para abrazarme y decirme al oído: “Tranquilo, te aceptamos seas como seas”. También mamá y Rocío se levantaron para besarme la mejilla y apoyarme. Todos estaban conmigo. Todos menos papá. De pronto me miró, y se puso a gritar. “ ¿Qué he hecho mal? Te lo dí todo y tu me compensas así. No te considero hijo mío después de esta gran traición por tu parte. ¡Fuera de mí casa!”.
Mamá se acercó a él para relajarlo, pero yo en cambio estaba al borde de las lágrimas y tuve la necesidad de marcharme de allí en aquel preciso momento.
Me levanté de la silla y salí corriendo de la casa a pesar de los gritos de desesperación de mi madre pidiéndome que me quedara.
Llegué a casa y tenía dos llamadas de Hugo, pero no lo llamé. Me tumbé en la cama y comencé a llorar desconsoladamente. Cuando no me quedaban más fuerzas para seguir, me levanté, me dirigí a la cocina y cogí tres botes de pastillas
antidepresivas. Ví que ahora mi móvil tenía diez llamadas perdidas de Hugo, pero seguí sin contestar.
Me senté al borde de la cama y tragué siete pastillas a la vez. Necesitaba más, el dolor no desaparecía y las palabras de mi padre rebotaban en mi cabeza. Antes de darme cuenta, había acabado el primer bote. Sabía que aquello era peligroso, que podría morir por sobredosis si seguía, pero necesitaba parar aquella pena. Por eso abrí el segundo tarro tomando algunas más. Ya no veía mucho, pero seguía tomando. Entonces empecé a escuchar golpes en la puerta. Pero sonaban cada vez más lejos. ¿Yo me alejaba de ellos o ellos se alejaban de mi? Sería difícil de responder, pero ya daba igual. Sólo sabía que dentro de unos minutos mi cuerpo inerte se extinguiría al lado de aquella cama.


Me desperté tumbado en una cama del hospital con un sonoro pitido cerca de mí. Toda mi familia estaba allí, y Hugo también. “Estoy vivo”, pensé para mis adentros. Ví como mamá lloraba y sonreía mientras me acariciaba la mejilla. Rocío y Marina también reían entre lágrimas. Y mi padre, mi padre me miraba como nunca antes lo había hecho. Tenía unas ojeras muy marcadas, una barba de una semana y parecía estar más delgado que la última vez que lo ví. Él me miró y se puso a llorar desoladamente. Se acercó a mí y me abrazó como nunca. Entonces me susurró:
“¿Por qué he tenido que esperar a esto para darme cuenta de lo que te necesito?”.
Y en ese momento comprendí que mi padre me quería, que me consideraba su hijo y  que siempre lo había hecho.
Tal vez no quería asumirlo porque en realidad lo.que él.quería era que yo no sufriera.
Desde entonces asumió mi homosexualidad, acogió a Hugo como a uno más de la familia y ahora por fin soy feliz, MUY FELIZ.

Comentarios

  1. Me a encantado Lidia.Sigue así y llegarás muy lejos.
    !Enhorabuena!

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  2. En hora buena Lidia. Que bonita historia!! Sigue escribiendo y llegarás tan lejos como te lo propongas.
    Felicidades por tener el dón de la escritura.

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  3. Una historia muy bonita. Estas hecha una escritora genial. Te veo publicando pronto alguna novela.

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    1. Muchas gracias. Con los años he ido mejorando en la escritura.
      Y no estaría mal sacar algún libro jaja

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