Relato Valentín Sánchez 2024 - Almas en búsqueda

 

Me desperté con la primera explosión, que vino acompañada de un momento de silencio sepulcral. Luego habían llegado los gritos. Estaba acostumbrado a eso, día a día había ido creciendo esa sensación de terror y violencia en las calles de Argel, pero hoy había sonado muy cerca. Cuando mamá llegó a mi habitación yo ya estaba sentado sobre la cama, ella se había acercado hasta mi armario, había sacado unos zapatos y una chaqueta y me los había colocado a tanta velocidad que ni siquiera me había dado tiempo a preguntarle qué pasaba. Después de eso, mamá había cogido un pequeño bolso y había metido algunas joyas en él, una muy bonita perteneciente a la abuela Marie.

Al salir a la calle, la oscuridad venía acompañada de un color rojizo, procedente del fuego que había. El olor a quemado opacaba el resto de olores. Mamá me había cogido de la mano y corríamos lo más rápido posible entre la gente y los escombros. Todos estaban muy asustados, tanto como nosotros. No dejaba de haber explosiones y mamá intentaba cubrirme con su cuerpo todo el tiempo. Paramos un momento, después de que un ruido ensordecedor nos hiciera pensar que habíamos abandonado este mundo. Mamá me revisó todo el cuerpo, pálida, cerciorándose de que yo estaba bien.

—¿Estás bien, Gabriel? —me había preguntado casi a gritos. Durante estos años, me había dado cuenta de que mamá hablaba en su lengua materna, el español, cuando tenía mucho miedo. Ahora era uno de esos casos.

Yo le había asentido con energía, para transmitirle algo de paz, y habíamos continuado avanzando por las calles. Entre todo el gentío, yo conseguí ver a mi vecino Jean. Estaba con sus padres y su hermana pequeña. Yo los señalé y mamá se acercó temblando hasta ellos y los abrazó.

—Carmen, tenemos que llegar hasta la playa, allí estaremos a salvo. Mañana mismo llegará un barco que nos llevará de vuelta a casa. Tenemos que llevar a los niños allí —había dicho mi vecino en un perfecto francés. Mamá había comenzado a llorar y a asentir.

          Unas horas más tarde ya estábamos en la playa. La noticia de que un barco llegaría pronto había corrido entre los colonos franceses y muchos de ellos, junto con sus familias, esperaban bajo los árboles a ser rescatados. Yo apenas tenía nueve años, pero creo que cuando vives una guerra, por más niño que seas, tu cerebro se da cuenta muy rápido. La violencia se queda marcada en cada uno de nosotros y nos cambia.

          —Deberían mirarte eso, Carmen —le había dicho la madre de Jean, Camille, a mamá. Mamá había sido herida cuando la granada había explotado muy cerca de nosotros. La metralla la alcanzó en la parte de las costillas.

          Mamá decía que se encontraba bien. Pero se había pasado todo el día tirada junto a un árbol, sudando y agarrándose las costillas con ambas manos. Yo no sabía qué podía hacer por ella.

          Había caído la noche de nuevo y el miedo de la gente se acrecentaba. ¿Y si ese barco nunca llegaba? ¿Qué harían? Habían dejado sus casas, sus pertenencias, incluso a algunos de sus familiares, en la ciudad. Toda su vida se había desmoronado y sólo tenían la esperanza de volver a su país natal y rehacer su vida, lo más lejos posible de la violencia. Y ese barco era su única salvación.

          A medianoche, una decena de botes de madera había atracado en la playa y todos los que allí estábamos esperando nos habíamos acercado hasta ellos. Mamá me había agarrado la mano, no con mucha fuerza, pero yo la había apretado. Nos habían ordenado que nos pusiéramos en fila para ir entrando en los botes poco a poco. La gente había hecho caso al principio, pero de pronto, el cielo se iluminó y todos pudimos ver como caían las bombas sobre la ciudad, a no más de diez kilómetros desde donde nos encontrábamos. El miedo nos había vuelto a invadir a todos y la gente había comenzado a empujarse los unos contra los otros, entre toda esa multitud, me separé de mi madre. Intenté retroceder, buscarla, pero no veía nada. La gente me empujaba hacia delante incluso cuando yo intentaba ir en dirección contraria. Comencé a gritar, ¡Mamá! Pero mis gritos se ahogaban con los del resto. Todo el mundo tenía miedo. El papá de Jean me vio y me cogió del brazo. Cuando me giré hacia él vi que ya estábamos frente a los botes. Jean, su hermana y Camille ya estaban montados en uno. El hombre me alzó y me montó en la barca con un rápido movimiento y después se subió él.

          —Mi…Mi mamá… —conseguí decir. Camille miró a su marido consternada y luego dirigió su mirada hacia mí.

          —Se montará en otro bote y vendrá con nosotros al barco, no debes preocuparte, ¿de acuerdo? Vendrás con nosotros.

          Su voz me había calmado, como si fuera lo único que necesitaba escuchar. El trayecto en barca fue largo y todos permanecíamos en silencio, mirando como las bombas seguían cayendo sobre aquella ciudad. Es algo que nunca conseguiría olvidar.

          Cuando los botes llegaron hasta el barco, nos ayudaron a subir a todos y yo estuve esperando a que llegase el resto. Uno a uno. Iba buscando la cara de mi mamá entre todos los desconocidos que subían, pero ninguna era la de ella. Cuando llegó la última embarcación, las lágrimas ya me ardían por las mejillas, y cuando subió el último hombre, me abalancé sobre él y le pregunté que dónde estaba mi madre, que tenían que volver a por ella, que se la habían dejado en la playa. Camille me agarró del brazo y me abrazó. Yo no pude parar de llorar. Apenas dormí y cuando lo conseguía me despertaba entre pesadillas, buscando a mi mamá.

          Llegamos al puerto de Marsella unas doce horas después, en pleno día. La gente que pasaba por allí se nos quedaba mirando. Todos sabían de dónde veníamos, pero nadie decía nada. Me bajé con la familia de Jean. Todos habían estado muy pendientes de mí durante el trayecto. Cuando estuvimos en tierra firme, el papá de Jean tuvo que hacer varias llamadas, a veces gritaba, a veces lloraba. Después de eso se acercó a nosotros y nos dijo que vendrían a buscarnos en unas horas para llevarnos a Burdeos. Unas diez horas después de las llamadas, un coche llegó hasta donde estábamos, la puerta de un bar, y se paró frente a nosotros. Un señor de la misma edad que el papá de Jean se bajó y los abrazó a todos. Luego nos montamos en el coche y nos pusimos en marcha. A cada minuto que pasaba no podía parar de pensar que cada vez estaba más lejos de mamá, y no sólo de distancia, sino más lejos de poder volver a verla. Una distancia ficticia, tan real que me traspasaba el corazón y lo dejaba hueco.

Esa noche nos acogieron en una bonita casa, Jean y yo tuvimos que dormir juntos en una pequeña cama, en la misma habitación que su hermana y otros dos niños más, sus primos. Pasé con ellos cuatro semanas. Camille se había pasado la mayoría del tiempo llamando a conocidos en Argel, preguntando por mamá, pero parecía que había desaparecido de la faz de la tierra. No había rastro de ella.

          Tras dos meses viviendo en casa de los tíos de Jean, su padre, me dijo que había conseguido contactar con mis abuelos maternos, que vivían en el sur de España, y que me iba a llevar con ellos. Saldríamos al día siguiente, de madrugada. Me había dicho que España era un lugar muy bonito, y que el sur lo era aún más. A la mañana siguiente, toda la casa se levantó al mismo tiempo que nosotros y vino a despedirnos, a desearme suerte. Sentía que nunca más volvería a verlos, así que los abracé con mucha fuerza, intentando que sintieran el calor de ese abrazo el resto de su vida.

          El papá de Jean y yo tomamos un tren en la estación de Burdeos. Fue un viaje bastante tranquilo y sin ningún impedimento. Yo miraba por la ventana durante todo el tiempo, intentando acordarme de todo lo que veía. Nos bajamos en la bonita ciudad de Hendaya. Al bajarnos, otro hombre nos estaba esperando allí. Él señor saludó al padre de Jean en un francés bastante escueto y luego se dirigió a mí en español.

          —Tú debes ser Gabriel, ¿verdad? Encantado de conocerte, jovenzuelo. Yo soy Carlos —dijo el hombre mientras me despeinaba un poco el cabello. Yo me agarré a la mano del padre de Jean y este nos pidió alejarnos de la estación. Fuimos a un pequeño mesón, a comer.

          —Gabriel, Carlos es un buen amigo mío. Él te ayudará a cruzar la frontera y te llevará con tus abuelos. Me encantaría poder ser yo el que fuera contigo, pero debido a la situación actual en el país de tu madre, me temo que no sería una buena opción, para ninguno de los dos. Una vez que crucéis a España, no podrás volver a hablar francés, ¿de acuerdo? —me había explicado el padre de Jean.

          Yo en ese entonces no había entendido por qué él no podía venir conmigo y tampoco entendía por qué no podría volver a hablar francés mientras estuviera allí. Sabía hablar español, mamá me había enseñado y a veces teníamos conversaciones, pero no me sentía tan cómodo hablando ese idioma. Sentía que no era yo realmente. Pero aún así, asentí. La familia de Jean había hecho todo lo posible para cuidarme y si él me lo pedía, yo lo haría.

          Esperamos a que cayese la noche, nos despedimos del padre de Jean y yo me quedé con Carlos. Me explicó que estábamos en Hendaya y que tendríamos que cruzar a pie hasta Irún. Una vez allí, ya estaríamos en tierra española. Yo apenas hablaba, pero él tampoco me insistió. Una vez estuvimos en Irún, ya caída la noche, Carlos me guio hasta un pequeño establo y allí pasamos la noche. Hacía bastante frío, pero el hombre sacó una gruesa manta y me la puso por encima.

A la mañana siguiente, tuvimos que andar unos cuantos kilómetros más hasta llegar a otro pequeño poblado, donde llegamos hasta el coche de Carlos. Metimos todas nuestras pertenencias en el maletero y nos pusimos en marcha.

—Tendremos que hacer una primera parada en Zaragoza, chico. Tengo que vender todo lo que traigo desde Francia para que nuestro viaje hasta el sur sea más seguro. Pasaremos allí unos dos días, tal vez tres. Luego viajaremos hasta tu casa, con tus abuelos.

—Esa no es mi casa —dije, y era verdad. Mi casa estaba en Argel. Pensé por un momento si aún seguiría en pie.

—Tienes razón, chico, pero pronto lo será —no hubo malicia en su comentario, sino más bien un deseo de que el niño que viajaba junto a él encontrase un hogar allá a donde lo llevaba.

El resto del viaje en coche, que fueron unas ocho horas de sinuosos caminos hasta llegar a Zaragoza, las pasamos en silencio la gran mayoría. Carlos no era un hombre muy hablador, le gustaba el silencio. A mí también me gustaba.

Llegamos a Zaragoza acompañados de la caída del sol y aparcamos el coche en una zona bastante tranquila. Carlos me recordó que no podía hablar en francés y que, si no sabía cómo decir algo, que simplemente me callase. Yo asentí y ambos salimos del coche y nos dirigimos a una taberna un poco maloliente. Allí nos sirvieron una ración de comida y yo la devoré en cuestión de segundos. Desde el día anterior en Hendaya no me había vuelto a llevar nada más a la boca, y mi estómago lo agradeció.

—¿Quién es este niño, Carlos? No sabía que tuvieras hijos —le preguntó el camarero, por lo que supuse que ya se conocían de antes.

—Es de la familia. Me lo llevo al sur a recoger tomates durante el verano. Siempre es bienvenida una mano de más y nunca es pronto para aprender a trabajar en el campo —había contestado Carlos.

—Vaya, y a ti chico, ¿qué te parece la idea de irte al sur en verano a trabajar? Seguro que habrías preferido quedarte aquí a jugar con tus amigos —me había preguntado el tabernero.

Yo miré a Carlos y luego de vuelta al hombre. Como no sabía qué decir, me encogí de hombros y seguí comiendo. El hombre se río y me sirvió un poco más de comida.

          Cuando cayó la noche, Carlos me pidió que me quedará con el tabernero tras la barra, mientras él intentaba vender todo el tabaco que había cruzado desde Francia. Pasamos allí casi toda la noche. Yo observaba a Carlos, estaba sentado en una mesa, sólo. Algunos hombres se acercaban a él, hablaban durante un momento y luego se daban las manos. Por debajo de la mesa, Carlos les pasaba algunas cajas de cigarros y los hombres le soltaban las pesetas disimuladamente en la mano. Vi como al menos se repetía esta operación una veintena de veces y yo no entendía muy bien por qué se escondían tanto y a la vez estaban a la vista de todos. Decidí que cuando volviéramos a coger el coche, le preguntaría a Carlos, pero una vez que finalizó su venta de cigarrillos, nos fuimos al coche y me quedé dormido.

          Cuando desperté, estábamos cruzando por la costa. Carlos me dijo que estábamos en Valencia y me pareció muy bonito. Paramos varias veces en el camino y cuando empezó a caer la noche tuvimos que parar a descansar en un recóndito lugar, en mitad del campo. Esa noche dormimos dentro del coche y el calor al sur de España se hacía más evidente, pero incluso así, ambos nos arropamos con la manta.  Me levanté con las tripas rugiendo por el hambre y Carlos me ofreció un trozo de queso.

          —Hoy llegaremos y podrás conocer por fin a tus abuelos. Imagino que tendrás ganas de verlos.

          Yo asentí. En ese momento creo que me importaba más dormir en una cama y dejar de vagar en el coche durante todo el día. El hecho de conocer a unas personas que se suponía que eran mi familia, pero que yo no los consideraba aún parte de ella, porque eran unos extraños, era algo secundario.

          Estuvimos viajando al menos durante otras ocho horas cuando por fin Carlos aparcó el coche frente a una casa. Una mujer de unos cincuenta años salió a nuestro encuentro y se quedó mirando a Carlos con desconfianza. Carlos se presentó y luego me pidió que saliera del coche. Cuando la mujer me vio empalideció, se acercó a mí con lentitud, como si fuese un objeto extraño y luego me abrazó. Vi como se le escapaba una lágrima, pero se esforzó en disimularlo bastante bien. La mujer, Juana, mi abuela, invitó a Carlos a cenar y a pasar la noche y este lo aceptó de muy buena gana.

          Carlos no paró de hablar. Les contó quién era, de qué conocía al padre de Jean, de nuestro largo viaje en carretera hasta llegar a Granada. Les dijo también que la familia de Jean había sido muy amable conmigo y que me habían cuidado mucho. Ellos habían intentado contactar con mis abuelos paternos, pero ambos habían fallecido hacía unos años y los hermanos de papá no vivían en Francia. Después intentaron encontrar a mis abuelos maternos, pero había sido más difícil. Con la dictadura franquista, cualquier movimiento de un francés era mal visto, era peligroso. También les dijo a mis abuelos que tenían que prohibirme hablar el francés, al menos frente al resto de personas. Tendrían que decir que era un nieto que había venido a visitarlos y luego tendrían que inventarse cualquier excusa para decir que me quedaba con ellos para siempre. Juana y mi abuelo, Alfonso, lo miraban con una lúgubre cara. Al principio pensé que se trataba de mí, de que yo no les gustaba.

          Carlos se fue muy temprano al día siguiente, se acercó a mi cama, me alborotó un poco el pelo y me deseo suerte en la vida. Yo le di las gracias y esa fue la última vez que vi a Carlos. No fue hasta unos años después que me di cuenta de que se había jugado la vida por mí, cruzando toda España para llevarme con la única familia que me quedaba.

          Los abuelos al principio se mostraban lejanos conmigo, sobre todo el abuelo. Cada vez que aparecía se le nublaba la vista y su expresión se tornaba seria. Un día aproveché para preguntarle a la abuela.

          —¿Crees que el abuelo me odia? —dije, casi en un susurro, por miedo a lo que pudiera decirme.

          —Gabriel, cariño, el abuelo te quiere mucho. Es sólo que el haber perdido a tu madre lo está haciendo sufrir mucho y tú le recuerdas a ella demasiado. Verte a ti es como verla a ella, y eso lo pone muy triste. Pero dale tiempo, se le pasará.

          Yo asentí e intenté pasar más tiempo con mi abuelo. Había escuchado en alguna parte que cuanto más ves algo, más rápido te acostumbras. Creo que sí que funcionó.

          La gente del pueblo pronto empezó a preguntar por el nuevo niño de Juana y Alfonso. Mis abuelos temían que las autoridades se presentasen en la casa y pidieran mis papeles, ya que al carecer de ellos podría ponerlos en peligro por tenerme allí. A la abuela se le ocurrió una idea.

          —Necesitamos que le hagan unos nuevos papeles al niño, y tenemos que justificar la pérdida de los anteriores. La única manera de conseguirlo es diciendo que su antigua casa, la casa donde vivían sus padres, se incendió. Y sus papeles con ellos. Gabriel fue el único que sobrevivió.

          El abuelo y yo nos quedamos en silencio. Uno que nadie más se atrevió a romper el resto del día. En cierto modo, mi vida si que había terminado ardiendo, con todos mis seres queridos y mis pertenencias. Con mamá. Ahora ya solo quedaban vagas cenizas guardadas en mi memoria.

          Cumplí los diez años en la casa de los abuelos. No hubo velas, como en los cumpleaños anteriores, pero no me importó. Sin mamá alzándome para que llegase bien a las velas no era tan emocionante.

          Los años comenzaron a pasar vertiginosamente sobre mí. Mi español era ya tan fluido como el de cualquier otro ciudadano del pueblo, había sido un buen alumno y los profesores siempre estaban muy orgullosos de mí. La abuela siempre decía que mi cabeza conseguiría llevarme lejos de ellos, que me iría, como lo había hecho mi madre años atrás, pero yo siempre intentaba consolarla y le decía que no tenía a donde ir mientras estuviera con ellos.

          El abuelo murió a pocas semanas de que yo cumpliera los dieciséis. Se había caído de la escalera intentando arreglar el tejado de la casa y aunque seguía vivo en el suelo, el médico más cercano estaba a kilómetros de distancia y haberlo transportado en mulo habría sido mucho más doloroso para él que otra cosa. Con mucho cuidado, entre un vecino y yo lo recostamos en su cama y llamamos al médico, que no llegó hasta la mañana siguiente. Para ese entonces nos dijo que el abuelo estaba muy crítico y que no llegaría a ver el próximo amanecer. Fue un golpe muy duro, tanto para la abuela como para mí. El hombre que había estado a su lado casi toda su vida se había desvanecido de la noche a la mañana, y ya no volvería.

          —Abuela, ¿qué pasará conmigo si tú también te vas? Eres lo único que me queda en esta vida. No quiero perderte a ti también —le suplique de rodillas, sollozando en su regazo. Ella me acarició el pelo y me beso la frente, pero no me dijo nada.

          Fue durante el entierro del abuelo, el primero al que había asistido en mi vida, que decidí que algún día tendría que volver a Argel, a buscar a mamá. Necesitaba saberla muerta y enterrada para poder cerrar esa herida, aún abierta después de tantos años. Lo necesitaba para poder descansar después de todo.

          Empecé a trabajar en el campo durante los fines de semana, después de la escuela y en verano. La abuela no había querido que dejase los estudios. Decía que prefería tenerme lejos de ella a anclado en un lugar tan pequeño como aquel. “El mundo es demasiado pequeño para ti, Gabriel”. Así que mientras tanto, iba ahorrando para el futuro viaje a Argel. Le escondía ese secreto a la abuela. Sabía que por nada del mundo ella querría que yo volviera a ese país. La guerra había terminado hacía varios años, los argelinos la habían ganado. Nunca me había posicionada de parte de ningún bando de esa guerra, pensaba que yo nunca había tenido elección sobre ella, que simplemente me había pillado en medio y me había arrastrado con ella. Era una tontería intentar posicionarse ahora.

          Cuando cumplí los veintiuno, fui destinado a Madrid para llevar a cabo mi formación en el servicio militar obligatorio, comúnmente conocido como la ‘mili’. No es que fuese algo que a mí me hiciese especial ilusión, pero el vivir en Madrid me iba a facilitar bastante las cosas.

          En la mili conocí a mucha gente, futuros grandes amigos. Vivir allí fue lo que me impulsó a estudiar una carrera universitaria. La historia siempre había sido uno de mis fuertes y creía que era la mejor opción que podría tener. Durante un año y medio no pude hacer otra cosa más que intentar ahorrar todo lo que pude. Conocí a María en un bonito bar, una de las pocas mujeres universitarias que en ese entonces había, y me encandiló. Me llevó a alguna de sus clases y asistí yo a otras por mi cuenta. Le conté mi idea de viajar a Argel en busca de mi madre y me dijo que para ello necesitaría primero pedir el visado en la Embajada de Argelia.

          El proceso de conseguir el visado no fue nada fácil. Requerían de muchos documentos y siempre me pedían paciencia a la respuesta. Casi un año después de mi primera visita a la Embajada, me lo concedieron.

          No fue hasta el año 1973, catorce años después de haber huido de Argelia, que pude tomar un ferry para volver a aquellas tierras. Tardé casi un día en llegar hasta la capital y buscarme un alojamiento. Mi francés estaba bastante oxidado después de tantos años, pero algo que tenía tan arraigado como el idioma con el que crecí, brotó de mí más fácilmente de lo que habría esperado.

          Lo primero que hice fue intentar hablar con los residentes de aquellos lugares. La gente más mayor se mostraba reticente y apenas querían hablar conmigo. Intentaban olvidar esa época tan oscura para su país, para su gente. Los más jóvenes intentaban ayudarme, pero no recordaban tanto como los mayores. Ellos habían sido niños, como yo, durante el enfrentamiento.

          Finalmente, tras algunas semanas allí, decidí contactar con las autoridades. Allí me dijeron que existían asociaciones que ayudaban a los familiares a encontrar a las víctimas, y que tal vez ellos podrían ayudarme más. Me dieron una ubicación y al día siguiente llegué allí.

          No era más que una pequeña oficina, con algunos asientos en la sala de espera y una pequeña habitación donde te atendían. Una muchacha de aproximadamente mi edad de procedencia argelina, estaba sentada en una de las sillas. Yo me senté junto a ella y la saludé con un tímido ‘Salut’. Temía que, si la gente sabía que mis padres habían pertenecido al bando francés, ya no quisieran ayudarme, pero mi aspecto lo gritaba.

          Pasamos casi quince minutos en silencio, esperando a ser atendidos. Finalmente, la chica decidió romperlo, se giro hacía a mí, me sonrío con timidez y me preguntó: “¿A quién estás buscando?”. Yo me sorprendí por esa interacción, por lo que tardé un momento en responder.

          —A mi madre. ¿Y tú? —le pregunté por cortesía. No sabía hacía dónde podría derivar esa conversación.

          —A mi padre. Llevo años buscándolo. Me llamaron esta mañana, han encontrado una nueva fosa y tal vez esta sea la última vez que tenga que venir aquí. O tal vez no —dijo la chica con un tono que denotaba tristeza, pero, sobre todo, cansancio.

          —¿Qué le pasó a tu padre? —después de preguntarlo me arrepentí. Probablemente había sido una pregunta de mal gusto, pero sentía que ella necesitaba hablar sobre eso, sobre su padre.

          Laila, como se llamaba la chica, me contó que durante la guerra los soldados franceses habían entrado en su casa una noche y se habían llevado arrestado a su padre. A ella y al resto de su familia los obligaron a permanecer en la casa hasta casi las doce del día siguiente. Cuando salieron, les fue casi imposible averiguar a dónde se lo habían llevado. Ella era la mayor de las hermanas, por lo que era la que siempre se encargaba de ir a los reconocimientos. Llevaba muchos años así.

          —Tan sólo necesito encontrar a mi padre, para saber donde descansa y que así podamos descansar el resto de nosotros. Mucha gente me dice que al menos yo no vi morir a mi padre frente a mí, pero creo que es mucho peor. Creo que haberlo visto muerto me habría ayudado a cerrar mis heridas con el tiempo, sin embargo, después de tanto tiempo, aún no he conseguido superarlo.

          Vi como los ojos de Laila se llenaban de lágrimas y le tendí un pañuelo. Le dije que la entendía, que me había pasado lo mismo con mi madre. Le conté mi historia, la historia de mi vida y ambos lloramos juntos y nos cogimos de la mano.

          Creo que fue en ese momento en el que me di cuenta de que, a pesar de que nuestras familias se habían encontrado en bandos distintos durante esa horrible guerra, el daño había sido repartido a partes iguales. Nos habían quitado a nuestros padres y ese dolor se sentía igual de profundo, independientemente del lugar del mundo donde hubieras nacido.

          Laila entró antes que yo a la sala y salió casi una hora después. Me miró, negó con la cabeza y me deseó suerte. Su lucha aún no había terminado, cabía la posibilidad de que nunca lo hiciera. Pero seguía acudiendo a cada llamada, con la misma esperanza que al principio.

          Yo me levanté y me dirigí, con miedo, hacia la sala. Miedo a no descubrir nunca qué le había pasado a mi madre, miedo a permanecer toda mi vida con esa incertidumbre. Pero, sobre todo, miedo a no ser lo suficiente fuerte como Laila para mantener la esperanza. También sentí una rabia extraña, por las incoherencias de la guerra, en las que no hay vencedores, en la que ambos bandos pierden. Rabia hacia el ser humano, que se glorifica en este dolor, siglo tras siglo. Pena, por no ser capaces de pararlo. Pero decidí retirar todas esas ideas de mi mente y mantenerla serena, en silencio.

           Fue en el silencio donde encontré la fuerza, la determinación y el amor inquebrantable por aquellos que nunca dejaría de buscar. En la lucha, había descubierto que la verdadera fortaleza reside en el coraje de seguir adelante, aún en los momentos más oscuros.

 

Comentarios

  1. Me a encantado lidia, enhorabuena, quiero el final , lo necesito , un beso guapa

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  2. Me ha gustado mucho tu relato. Te encuentro mucho más madura como escritora y capaz de abrirte un espacio importante en el mundo literario, así que recibe mi sincera enhorabuena y mis ánimos para que sigas escribiendo y así nos regales historias tan hermosas como esta.
    Desde mi punto de vista, me hubiera gustado que hubieras situado a Juana y A Alfonso en Villanueva Mesia, pero bueno, eso son cosas mías.

    Lo dicho, felicitaciones.

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